alzola_1.jpgAPERTURA JORNADAS 2018
Pablo Alzola Cerero
Los mundos virtuales







Quisiera, antes de empezar, agradecer a Miguel Ángel y a Paco la oportunidad de deciros unas palabras al inicio de estas Jornadas Humanísticas. No sé qué le hubiera parecido esto a aquel chico de quince años que asistió a sus primeras Jornadas hace ya trece ediciones, con un cortometraje sobre la guerra de Vietnam bajo el brazo. Tampoco sé qué traeré bajo el brazo dentro de trece años: hoy os traigo la reflexión que sigue.

Como dice el guion, la apertura de estas Jornadas trata sobre “mundos virtuales”. Son solo dos palabras, aunque las dos evocan muchos significados; de todos ellos, me centraré en los que atañen al cine. Por un lado, hablar del séptimo arte me lleva –antes de seguir– a recordar con gran cariño y agradecimiento a José María Caparrós, profesor de historia del cine, fallecido en marzo de este año, a quien conocí en mis primeras Jornadas durante un inolvidable cine-fórum sobre la película Million Dollar Baby. Por otro lado, hablar de cine en términos de “mundos virtuales” me lleva a presentaros a alguien posiblemente desconocido para vosotros: el profesor Stanley Cavell de la Universidad de Harvard, fallecido en junio de este año. Él fue el primero que planteó –en un libro titulado El mundo visto– la posibilidad de medir el cine desde la filosofía (y la filosofía desde el cine), abriendo así un interesante debate que llega hasta el día de hoy.

“¿Por qué estos objetos que contemplamos forman un mundo?”. Con estas palabras arranca el libro de Stanley Cavell sobre el cine y la filosofía. Qué duda cabe: en la pantalla de cine aparecen siempre una serie de personajes y objetos; pero, ¿en qué medida podemos afirmar que estos forman un mundo? Solo en la medida en que hay alguien que los observa, que los contempla: un espectador. “Observar un mundo humanamente implica hacerlo desde un punto de vista, con ángulos de visión y focos de atención cuya selectividad está modulada por la mente que observa. El mirar está gobernado por propósitos y expectativas, por intereses, apetitos, esperanzas y miedos” . Al adentrarse en el mundo proyectado en la pantalla de cine, la mirada del espectador reconoce estos propósitos y expectativas, intereses y apetitos, esperanzas y miedos. Y digo que los re-conoce, es decir, los vuelve a conocer.

Hablar aquí de reconocimiento (y no de conocimiento) implica que ya hay otro mundo previo al de la pantalla: aquel en el que la mirada del espectador conoció esos propósitos y expectativas, intereses y apetitos, esperanzas y miedos por primera vez. Me atrevería a decir que los personajes y objetos que forman el mundo del cine aparecen frente a nosotros –más que nada– para que los reconozcamos, y nos reconozcamos en ellos. “Ya he estado aquí” es la frase que podría pronunciar cualquier espectador. En definitiva, el mundo (reconocido) del cine no tendría sentido sin la referencia al mundo (conocido) real; no habría cine si no partiéramos de la realidad.

Paradójicamente, esta provechosa dependencia de lo real por parte del cine solo se da mediante la distancia. Solo cuando el espectador abandona literalmente el mundo real –cuando se apagan las luces de la sala en un aislamiento privilegiado– se produce el milagro del cine. Durante una hora y media o dos horas, el espectador se adentra en un mundo desconocido y, al mismo tiempo, misteriosamente familiar. Así, la familiaridad del reconocimiento hace que el viaje del espectador al mundo (virtual) del cine no sea –no debería serlo– una evasión del mundo real, sino todo lo contrario: es un viaje de ida y vuelta, movido siempre por la promesa de regresar a la realidad.

Muchas veces no percibimos el valor de algo hasta que no lo perdemos: entrar en una sala de cine sería algo así como perder el mundo por un tiempo para recuperarlo más tarde, con una añadidura de sentido. Medio siglo antes de la invención del cinematógrafo, un pensador estadounidense llamado Henry David Thoreau condensaba así esta lección: “Hasta que no nos perdamos o, en otras palabras, hasta que no perdamos el mundo, no empezaremos a encontrarnos a nosotros mismos y a advertir dónde estamos”.

En su libro sobre cine y filosofía, Stanley Cavell (el filósofo de Harvard) quiso ver en Thoreau al precursor del espectador cinematográfico: él había abandonado el mundo civilizado de Massachusetts, donde vivía, para retirarse a una cabaña en los bosques de Walden durante más de dos años. Desde la ventana de su cabaña podía contemplar, como observador aventajado, un mundo que brillaba ante sus ojos con un esplendor nuevo. Ahora que había tomado distancia, Thoreau podía afirmar que aquello que contemplaba era realmente un mundo. Dejar el mundo real y convertirse en su vecino por un tiempo abrió su mirada frente a algunas lecciones que, de otro modo, nunca hubiera aprendido.

Paterson-227629511-large_2.jpgDentro de pocos días veremos como un conductor de autobús, Paterson, sube cada día a su vehículo con un espíritu muy similar al de Thoreau. Es la distancia con respecto al mundo –que es vecindad al mismo tiempo– la que abre los ojos del conductor a la poesía de la vida cotidiana. Desde el amplio parabrisas de su autobús, Paterson ve desfilar edificios, vehículos, otras personas. Todo ello va formando, poco a poco, el mundo de Paterson: un mundo ajeno y, al mismo tiempo, misteriosamente familiar al mundo real. Gracias a este parentesco con la realidad, los poemas de Paterson no son meros ejercicios formales, sino versos cargados de un significado tan real como la realidad misma.

Tanto en el caso de Thoreau como en el de Paterson, el viaje es de ida y vuelta: el primero regresó al mundo civilizado dos años, dos meses y dos días después de su partida; el segundo regresa a su pequeño mundo doméstico a diario, junto a su mujer, para compartir con ella todo lo que ha visto ese día desde el parabrisas del autobús y a través de los espejos retrovisores. En los dos casos –Thoreau y Paterson– encontramos un distanciamiento del mundo real que, lejos de ser una evasión, resulta rico en hallazgos, es decir, en razones para regresar a la realidad. “Dejé los bosques –escribía Thoreau– por una razón tan buena como la que me llevó allí” . Ese era “el motivo del experimento; no aprender que la vida en [los bosques de] Walden era maravillosa, sino aprender a dejarla. Servirá para otra crisis. Nos ganamos la vida gastándola; solo así la salvamos. Ese es el enigma, la paradoja” , comentaba Cavell.

Por vulgar que pueda parecernos, cada vez que entramos en una sala de cine y se apagan las luces estamos en condiciones de hacer nuestra esta singular utopía. Los hallazgos vendrán si estamos dispuestos a pagar el precio de la entrada, que no consiste en un puñado de monedas sino en la voluntad de abandonar por entero el mundo en el que vivimos para después regresar a él provistos de un sentido añadido que hemos de compartir con los nuestros. Vista así, la experiencia del espectador de cine no es tan solo un ejercicio de entretenimiento; es, más bien, un valiente acto de fe en el futuro del mundo y de nuestros prójimos, a quienes traemos los hallazgos que hemos atesorado durante la proyección de la película.

En última instancia, con la imagen del espectador –y de su viaje al mundo virtual del cine– he querido ilustrar una actitud que se nos plantea hoy, esta mañana, cuando damos comienzo a esta nueva edición de las Jornadas Humanísticas; una actitud ante la que no podemos permanecer indiferentes: hemos de aceptarla o rechazarla. También nosotros hemos decidido abandonar nuestro mundo cotidiano por unos días para vivir una utopía similar a la de la cabaña en los bosques de Walden, a la de Paterson o a la del aislamiento privilegiado del espectador de cine. Al igual que ellos, nosotros sabemos que no hemos venido aprender lo maravillosas que son estas Jornadas, sino a aprender a dejarlas, para llevar a los nuestros los hallazgos de estos días. Se trata de que cada uno encarnemos, en la medida de nuestras posibilidades, las palabras del filósofo de Harvard sobre la utopía de Walden: “El héroe parte de su cabaña y marcha hacia un bosque desconocido de cuyos misterios obtiene una bendición que devuelve a sus vecinos” . Muchas gracias.

Pablo Alzola Cerero
pabloalzolacerero@gmail.com

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