carmeloprueba44.jpgSESIÓN 3. RECITAL POÉTICO

Carmelo Guillén Acosta
Reflexiones sobre mi poesía





Antología poética, edición para las XXV Jornadas humanísticas.

Antes que nada, quiero agradecer a los organizadores de estas XXV Jornadas Humanísticas el hecho de que se me haya invitado a participar en este marco tan singular como es el claustro de la Virgen de la Peña, y ante un público tan selecto, nada menos que para esta lectura comentada de mis poemas. Para mí, el encuentro ahora con un público como el que tengo delante, ansioso de cultura, me lleva a mis orígenes, cuando era aquel chaval adolescente, deseoso de darle presa a mis inquietudes literarias. En vosotros veo reflejada y abierta mi vida. 

Comienzo mi intervención de esta tarde aclarándoles que voy a acompañar la lectura de mis poemas de unas reflexiones sobre la misma, asunto que puede resultar algo pedante, atrevido, porque, como diría Carlos Bousoño, el oyente “puede caer en la equivocación de confundir lo que en el poeta es hallazgo (a través de una ardiente intuición), realizada a veces fuera de la conciencia, con la búsqueda voluntaria y fría, como de profesor o científico, de eso que al fin fue expresado y dicho en el poema”. Sin embargo, para que tal hecho no suceda, les anuncio que tengo muy claras dos cosas: la primera que, cuando el poeta escribe, lo hace más por intuición o inspiración que por sabiduría; y la segunda que, por muchos conocimientos formales o técnicos que tenga un poeta de por dónde debe ir un poema, éste (el poema) da la cara cuando a él le parece, nunca cuando le parece al autor, es decir, considero que cada poema es obra más de la poesía que del propio poeta. Por consiguiente, les adelanto que las consideraciones que acompaño a la lectura de mis versos las he orientado más a exponer mi concepción de la poesía, y algunos de sus, llamémosle, “trucos” conscientes, que a valorar mi actividad lírica como si fuera la de otro autor; asunto, por otra parte, en el que no quisiera caer porque, de seguro, más tarde o más temprano, terminaría diciendo de mis poemas lo que quisiera que dijeran, nunca lo que dicen. Así pues, comienzo sin más preámbulos afirmando que en más de una ocasión he definido la creación poética como una cuestión de ritmo y de amor-entrega: el poeta pone el ritmo en su condición de poeta, y el hombre que hay en él su entrega. De esta manera, escribir se convierte en un trabajo gustoso, por emplear una expresión juanramoniana, con el que uno procura dar lo mejor de sí, lo más auténtico a los demás. Esto es, la poesía se transforma en el mejor modo que tiene un autor –en este caso yo– para querer a los demás.

Sucedió hace bastantes años: escuché que a Lorca le preguntaron para qué escribía y él contestó que para que lo quisieran. La respuesta me dio qué pensar porque, indudablemente, toda persona necesita y le gusta que la quieran pero, al igual que otros se arriman a la escritura poética para conocer, yo lo hago para darme cuenta de que amo, para acercarme al prójimo, para que las palabras me pongan en contacto con quienes necesitan de mí o con aquéllos cuyas vidas son similares a la mía. Mi propia trayectoria vital y, desde luego, el contenido de mis textos se hacen eco de la célebre sentencia: «hay más satisfacción en dar que en recibir». Así, cada poema mío es, o pretende ser, una conversación con otro individuo, un encuentro de amistad, una celebración compartida de felicidad. Ya lo he dicho: escribo, fundamentalmente, para querer. Mi vida ha sido hasta hoy la de un hombre que ha necesitado de la alegría y del cariño para sentarse en soledad a escribir.

Con la nostalgia y con la melancolía apenas me llevo bien. Versos como algunos de los últimos que he publicado a raíz del fallecimiento tan seguido de mi hermano y de mis padres, y que se hallan en el volumen La vida es lo secreto, editado en la colección Adonáis, no son de tristeza –aunque desprendan dolor–, ni de amargura –aunque vengan teñidos de desarraigo y de perplejidad–, ni de desesperanza –aunque traigan jirones de carne entre sus imágenes–. Una chispa de luz los ha compuesto. Es lo que siempre he querido de la poesía: que me proporcione una chispa de luz. ¡No me convence la que no transmite ganas de vivir, por muy correcta que esté escrita! Lo he afirmado con frecuencia: si entiendo la escritura como un acto de amor, es lógico que, con mis palabras, no me agrade apesadumbrar a nadie. Efectivamente, al cabo del tiempo, sigo pensando lo mismo, hasta el punto de que opté por ponerle a mi poesía completa en sus dos ediciones –la segunda, revisada y ampliada– el título Aprendiendo a querer, porque, ya digo, todo lo mío tiene su pilar y su poso en el afecto, en la satisfacción de saber que existen seres distintos de mí con quienes comparto la existencia. No entiendo a mis semejantes como seres ajenos, diferentes, otros, sino como mis propias representaciones, o dicho al revés: me considero una proyección de ellos porque la buena o mala pasta de la que estamos hechos no varía. En ese ámbito, mi poesía trae muchas experiencias de amistad, de encuentro gozoso con otras personas, de arraigo, de vínculo. Por supuesto, no son la sensiblería ni la melosidad los dos rasgos que podrían desprenderse de esta consideración; antes, al contrario, cada uno de mis textos es fruto de una experiencia de amor, consecuencia no del sentimentalismo o del egoísmo de que me quieran sino de un acto inteligente, emocionalmente inteligente, voluntario: tenso mi vida –valga la imagen–, la estiro, la inmolo para que dé en quienes me rodean y ese ejercicio acaba, para mi sorpresa, en un resultado poético.

Simultáneamente, considero la poesía como una cuestión de ritmo porque es lo esencial al poema. Sin ritmo no hay poesía. Ya lo expresaba exquisitamente el poeta León Felipe:
Carmelopublico_1.jpg
      Deshaced ese verso.
      Quitadle los caireles de la rima,
      el metro, la cadencia
      y hasta la idea misma…
      Aventad las palabras…
      y si después queda algo todavía,
      eso
      será la poesía.

Con León Felipe distingo que el poeta auténtico es, sin duda, el del ritmo. Los demás son versificadores, artífices, hacedores de poemas. El don del ritmo le está dado a pocos. Se perfecciona si uno lo tiene, pero no es algo que uno se facilite a sí mismo; le viene por naturaleza. Lo mismo que, por ejemplo, un cantaor flamenco o un cantante de ópera nace, el poeta nace. E igual que el cantaor flamenco o el cantante de ópera nace con unas cualidades en la voz que debe cultivar, el poeta nace con un sentido lírico del ritmo que, también debe cultivar. Así entiendo yo la poesía, o dicho con otras palabras, la concibo como uno modo de aprehender el tiempo, que eso es el ritmo. No iba mal encaminado don Antonio Machado cuando decía aquello de que la poesía es la palabra esencial en el tiempo. En mi caso, la mía representa mi propio tiempo vital, mi propio ritmo vital, el ritmo de una persona que vive la vida moderna como un itinerante o un romero que saborea positivamente su paso por este mundo, de lo que queda constancia rítmica, como podrán comprobar, en mis versos. 

Ha sido y es una gran obsesión para mí ─todo poeta tiene sus obsesiones─ profundizar en el valor del ritmo, y es lo que siempre he cuidado especialmente en mis versos. El ritmo me da la dimensión musical de la realidad: el ritmo me hace estar en el mundo a través de la poesía. Un ejemplo en mi intervención de hoy les va a descubrir lo que quiero expresar. Así, puede servir de botón de muestra mi poema “Mano de música”, incluido en mi libro Humanidades y que pueden encontrar en la Antología poética que se ha editado para esta ocasión. En ese poema, escrito en verso alejandrino o de catorce sílabas como la mayoría de mis versos, desarrollo cada verso sobre esa medida. Cualquiera que lea el poema, aparentemente encuentra que está escrito en versos alejandrinos blancos, es decir, en alejandrinos donde no rima ningún verso con ninguno. Sin embargo, el poema tiene otra lectura rítmica, otra lectura en la que verso endecasílabo (el de once sílabas) se superpone al verso alejandrino y marca el paso del hombre en unas circunstancias. vitales. ¿Qué expreso con esa superposición? Sencillamente, que el tiempo es la medida del poema; que el tiempo del poema ─mi tiempo vital, en este caso en el de un hombre que va ascendiendo hasta la cima de un monte hasta que desde la cima lo domina todo─ refleja el mío propio, mi ritmo. Hagamos una lectura del poema ahora en endecasílabo, en el ritmo vital del que sube a la cima de la montaña.

Junto a ese procedimiento rítmico, en mis poemas se puede descubrir otro muy frecuente, el de superponer estructuras métricas tradicionales dentro también de versos alejandrinos. Así, sirva de ejemplo el poema «Elogio de la copla», escrito en seguidillas con bordón, pese a que en su disposición externa aparente ser de versos blancos de catorce sílabas.

Pero no termina ahí esa obsesión por el ritmo. Junto a factores que le son propios como las rimas o las pausas, hay otros como los encabalgamientos, que en mi poesía son muy llamativos, chocantemente llamativos, y que reflejan entre otras cosas la imagen de un hombre que va de prisa por la vida, la de un hombre para el que se le va desvelando la existencia mientras anda al ritmo que esta le pide.

Y es en esa doble idea de la poesía como amor-entrega y como ritmo donde se desarrolla una poesía en la que predomina una intensa conciencia dialógica marcada por abundantes recursos apelativos en los que tengo continuamente presente un supuesto receptor. El poema «Amor como una urgencia», escrito siendo todavía muy joven, puede ser un magnífico ejemplo, o aquel otro, editado diez años después del anterior, «Como si en el amor cupieran cosas raras». Estos dos poemas me parecen vivos ejemplos de ese afán por tocar al lector a base de recursos apelativos, de hacer que no pierda puntal de lo que le estoy diciendo, incluso recurriendo a un lenguaje corriente, de uso común, Y junto a esa conciencia de un tú, no podían faltar en mis poemas ni las preguntas retóricas, ni el empleo abundante de repeticiones de frases deslexicalizadas de su contexto habitual del tipo: Choca ahí esa (mano) vida, o “Miel sobre (hojuelas) una vida fácil”, o “en mangas de (camisa) cariño.”, o “de luces y de (sombras) siembras”, o de eslóganes entresacados del mundo de la publicidad, como los que se pueden leer en mi poema «Amarte se me hace contigo al fin del mundo». 

Independientemente de estos aspectos técnicos, mi poesía trae mucho del mundo de la Literatura: sobre todo de san Juan de la Cruz, pero también de Garcilaso de la Vega, de Quevedo, de Manrique, de Ionesco, de Juan Ramón Jiménez y de la lírica popular. Son deudas en las que me gusta reconocerme y en las que me gusta que me reconozcan. Sin tradición no hay buena literatura; sin arraigos no hay originalidad. Baste leer mis poemas «Dafne y Apolo» y «Aprendiendo a querer» para que se entienda exactamente lo que refiero. 

Después de todo lo expuesto sobre la poesía como cuestión de ritmo y de amor-entrega, puedo afirmar que, en los últimos años, aunque prevalecen al cien por cien estas dos ideas, en la forma y en el fondo, mi poesía se ha abierto a otro tema ligado a lo invisible, el de la gracia. Sin duda, ha influido poderosamente el fallecimiento de mis padres y de mi hermano que me trajo una visión distinta de la realidad y me puso en comunión con el mundo de la gratuidad de todo lo creado; me aportó la idea de la capacidad del hombre de ser redimido, sanado, y la de expiación. Para quienes conocen mi obra poética, este acercamiento a la gracia puede suponer una auténtica novedad. Para mí, al menos, lo ha sido y lo sigue siendo. Son aún pocos los poemas que traen este sello, pero los que ya hay escritos resultan cargados de matices sobre el particular. Poemas positivos, repletos de transparencia y de claridad. La luz es la auténtica protagonista, símbolo de la gracia que lo circunda todo. Yo diría que estas últimas composiciones representan otra nueva etapa de mi vida porque dejan entrever que pertenece a ese mundo de la gracia, con todas sus paradojas, antítesis y confluencias posibles. Un mundo profundamente vitalista, antirromántico, en el que todo se da con exceso (como diría Salinas). Puesto que no disponemos de más tiempo, dejo aquí mis reflexiones; de ellas les hablaré con más profundidad en otro momento. Espero, sin embargo, que hayan apreciado durante mi intervención cómo mi poesía, ajena a modas, es un modo de querer, o al menos, de aprender a querer. En ello estoy. Muchas gracias.

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